El
ser humano es el ser vivo más curioso y estúpido del planeta.
No
sólo tropieza dos y tres veces con la misma piedra. Es inconformista
y pasa su existencia buscando algo.
Basa
todos sus planes de futuro en ese algo inalcanzable: la felicidad. Y
¿qué es la felicidad?
Es
un concepto abstracto, algo totalmente intangible e inexplicable. Es
un estado de ánimo, se consigue cuando alcanzas lo que deseas. Pero
deseas la felicidad.
Eres
feliz cuando eres feliz.
Pero
la felicidad es escurridiza, un espejismo, está ahí, cerca, la
vemos, divisamos su contorno parpadeante... y al segundo ya no está.
Es
volátil, es frágil, es puro cristal: bello, perfecto, quebradizo.
La
felicidad, algo abstracto e indefinible. No se puede atrapar ni
mantener... algo que todos buscamos y ninguno sabe exactamente qué
es.
En
eso radica su belleza, su atractivo.
En
la simplicidad, en la sencillez está la felicidad. En los planes, en
la búsqueda de algo inalcanzable, esa meta impalpable, que sentimos
haber alcanzado sólo si ella así lo quiere, caprichosa.
La
felicidad es querer lo que se tiene, lo que se hace. La felicidad no
puede ser de otra forma.
De
lo contrario se convertiría en infelicidad, querer llegar alto y no
poder o volar hasta el sol y quemarse.
Felicidad
son las pequeñas cosas.
Lluvia
en el desierto, una llama en el hielo. Estrellas en el mar, colores
en el cielo. El silencio de una nevada, el crujir de las hojas
caídas, el susurro de las flores al abrirse, el murmullo de un
riachuelo, la frescura de una cueva, la calidez del hogar.
Una
palabra, una sonrisa, una mirada.
El
reto es reconocerlo, a tiempo.
Saber
disfrutarlo sin querer encerrarlo.
No
vivir de recuerdos, idealizados.
Ser
niños, abiertos a cualquier cosa nueva, distinta.
Ser
feliz, cuando se es feliz.