domingo, 17 de noviembre de 2013

Felicidad es...?


El ser humano es el ser vivo más curioso y estúpido del planeta.
No sólo tropieza dos y tres veces con la misma piedra. Es inconformista y pasa su existencia buscando algo.
Basa todos sus planes de futuro en ese algo inalcanzable: la felicidad. Y ¿qué es la felicidad?
Es un concepto abstracto, algo totalmente intangible e inexplicable. Es un estado de ánimo, se consigue cuando alcanzas lo que deseas. Pero deseas la felicidad.
Eres feliz cuando eres feliz.
Pero la felicidad es escurridiza, un espejismo, está ahí, cerca, la vemos, divisamos su contorno parpadeante... y al segundo ya no está.
Es volátil, es frágil, es puro cristal: bello, perfecto, quebradizo.
La felicidad, algo abstracto e indefinible. No se puede atrapar ni mantener... algo que todos buscamos y ninguno sabe exactamente qué es.
En eso radica su belleza, su atractivo.
En la simplicidad, en la sencillez está la felicidad. En los planes, en la búsqueda de algo inalcanzable, esa meta impalpable, que sentimos haber alcanzado sólo si ella así lo quiere, caprichosa.
La felicidad es querer lo que se tiene, lo que se hace. La felicidad no puede ser de otra forma.
De lo contrario se convertiría en infelicidad, querer llegar alto y no poder o volar hasta el sol y quemarse.
Felicidad son las pequeñas cosas.
Lluvia en el desierto, una llama en el hielo. Estrellas en el mar, colores en el cielo. El silencio de una nevada, el crujir de las hojas caídas, el susurro de las flores al abrirse, el murmullo de un riachuelo, la frescura de una cueva, la calidez del hogar.
Una palabra, una sonrisa, una mirada.
El reto es reconocerlo, a tiempo.
Saber disfrutarlo sin querer encerrarlo.
No vivir de recuerdos, idealizados.
Ser niños, abiertos a cualquier cosa nueva, distinta.
Ser feliz, cuando se es feliz.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Perenne eternidad


Si una brisa me rozara los párpados...
Recordaría esa tarde, esa misma brisa, el olor a sal, a mar. El cielo teñido de naranja, de lila, leves pinceladas rojas. El sol fundiéndose con el agua, hundiéndose en las olas, coronadas de espuma blanca.
Gaviotas planeando sobre la orilla, pequeñas olas lamiendo mis pies, mis dedos hundiéndose en la arena oscura, húmeda. Mis rizos pardos mecidos al viento, en mis ojos el reflejo del cielo, del sol, del mar. En mi piel la arena y la sal, el vestido arrebujándose alrededor de mi cintura. De mis labios un suspiro, leve, suave, fresco, como la brisa marina.
En mi alma, calma. Calma y paz y tranquilidad. Mi mente libre de lastres, sin pensar, sin reflexionar. Libre como el vuelo de la gaviota, libre como la ola, como la nube, mi alma vuela y se encuentra con las primeras estrellas, que, pálidas, muestran el camino.
El camino, ¿a dónde? No importa, es un camino, como cualquier otro. Bajo el cielo añil las olas oscurecen, esmeraldas, las gaviotas duermen acunadas por el mar.
El mar...
El coloso incansable, constante cambio, como mi alma, movimiento eterno. Eterno como los sueños recogidos por esas estrellas brillantes, aguardan, observan, el pasado, el presente. Su luz me sosiega, me guía, me espera.
Me reuniré con ellas, algún día, quién sabe, tarde o temprano.
Seré la espuma del mar, el vuelo de la gaviota.
Seré la brisa, el viento.
Seré el cielo nocturno y la luz de las estrellas, los colores del amanecer, la calidez del sol.
Seré la ola que borra las huellas pasadas y seré los pies que dejan las huellas futuras.
Seré seguidora y seré guía, seré melancolía, tristeza, la esperanza, la sonrisa.
Estaré muerta y seré vida.

viernes, 18 de octubre de 2013

Dos esferas color castaño


Me aseguro de llevar la ropa de camuflaje. Me miro en el espejo, sólo falta la máscara. Cierro los ojos y la ajusto a mi rostro, suave y delicada, apenas noto cómo se ciñe alrededor de mis ojos, esas dos esferas brillantes color castaño que son lo único que se ve de mí.
Cuando vuelvo a abrirlos ya tengo otro aspecto, ya nadie me reconocerá; lo único auténtico: mis ojos.
Estoy lista para salir e ir al baile de disfraces.
Camino con la seguridad propia de mi disfraz, sin dudar, sé a dónde me dirijo.
Una sala de techos altísimos, bellos frescos cubren las pocas paredes que no están tapizadas de espejos. Las gráciles columnas no entorpecen, al contrario, adornan exquisitamente la estancia. Invitados ataviados lujosamente llenan el espacio.
No está abarrotado, no está vacío.
Llego a tiempo, ni temprano ni tarde.
Saludo con cortesía, como es debido.
Sonrío a las sonrisas que van dirigidas a las mías.
Alabo los disfraces perfectos de aquellos a los que es debido alabar.
No camino ni deprisa ni despacio, sin pisar fuerte pero sin parecer etérea.
En la pista de baile bailo, como corresponde.
Punta, paso a la derecha, paso atrás, me inclino suavemente a la izquierda y saltito.
Doy todos los pasos adecuados como el resto a mi alrededor.
Como el resto, giro y me deslizo por la pista de baile, como si fuera lo más natural, como si lo llevara en la sangre.
La música llega a su fin, como era de esperar.
Me dirijo a la sala contigua, vigilando cada paso y cada gesto, que fluyen, naturales, desde mi interior y los adapto a los gestos y pasos de aquellos que me rodean.
Converso con aquellos que me dirigen la palabra, mis palabras son educadas, mis gestos elegantes, mi risa adecuada, sin ser estridente, sin ser carcajadas.
Me intereso por los intereses de mis interlocutores y les hablo de los intereses de mi disfraz cuando me preguntan por ellos, ni antes, ni después. Las frases ni cortas ni largas, así como debe ser mi explicación desenfadada.
Sonrío e inclino la cabeza con cierta timidez apropiada, en las ocasiones en las cuales mi disfraz y mi máscara son encarecidos.
Sin demasiada rapidez pero sin dejar espacio para otros elogios, desvío el tema de conversación hacia otros intereses comunes entre los distintos disfraces.
El ambiente es cada vez más festivo y alegre, vuelven los bailes, las esferas color castaño pierden su brillo a medida que avanza la melodía.
Pero sonrío como se espera que sonría y bailo los bailes que debo con sus respectivos pasos.
Estoy danzando durante horas, intercambiando los comentarios oportunos, con cuidados gestos y entonaciones.
La pista de baile nunca ha estado más llena y yo estoy allí, con todos los demás disfraces.
Los minutos siguen viniendo y yéndose y mantengo mi sonrisa, con todas las demás máscaras.
Las esferas de color castaño atisban un balcón. Un instante de cielo oscuro, un instante...
Me disculpo gentilmente con los que están más cerca. Será un momento, el aseo, nada más.
Ahora, el instante de cielo nocturno mueve mis pies, que siguen a las esferas color castaño.
Sin embargo, mantengo el ritmo adecuado, la cadencia de mis pasos es la apropiada.
La música es cada vez más lejana, la luz que llega del salón, más tenue, el aire, más puro.
No debería, no es aconsejable, pero las estrellas guían mis manos y me quito los zapatos y la ropa de camuflaje.
La frescura de la hierba acaricia mis pies y me inunda de paz.
Cierro los ojos y dejo caer la máscara junto al disfraz.
Levanto el rostro al firmamento.
El recuerdo de una sonrisa atraviesa mi mente.
Después, siento el eco de una risa que llena mi alma.
Abro los ojos y miro a mi alrededor. No hay nadie, sólo el frío y la soledad de la noche están conmigo.
Quiero que mis labios sonrían como lo hacían en mi recuerdo, abrir la boca y liberar la risa sanadora.
Pero soy incapaz. Ningún gesto, ningún sonido.
Empiezo a preocuparme. No, no es cierto, tan sólo recuerdo el recuerdo de la inquietud. El corazón me late más deprisa...Un momento.
El corazón.
No late, ahora lo noto.
No, no lo noto, por eso sé que no late.
No noto nada, la frescura del césped, la brisa nocturna, el tacto de la tela en mi piel...son recuerdos.
Me acerco al estanque. Se asoma a mi mente el recuerdo del miedo mientras me inclino para ver mi reflejo.
Sobre la titilante superficie del agua flota el reflejo de dos esferas color castaño, opacas, solitarias.
El recuerdo de un grito me atraviesa, un alarido que nunca sonará, el lamento de un alma sin más cuerpo que dos esferas de color castaño, muertas.

sábado, 12 de octubre de 2013

La Historia


64 casillas, 32 piezas, 2 colores, 1 partida:

blancas mueven primero, después es el turno de negras. Siguen blancas. Y negras otra vez.
Así sucesivamente.

Jugada tras jugada los peones de limitados movimientos son sacrificados por el bien del rey; el alcance de la reina siempre mayor.

Se planifican estrategias en el tablero blanco y negro para derrotar al contrincante. Cuanto más enrevesado y difícil de descubrir, mejor.
Se desconfía.
Se reflexiona largo y tendido sobre cada movimiento antes de realizarlo.
Se vacila al coger la pieza y deslizarla por el tablero.
Se aseguran vías alternativas.
Se hace trampas.
Se sonríe al adversario.

En el firmamento se juega una partida desde hace tiempo... las estrellas son testigos, pero ellas tampoco recuerdan cuándo y cómo empezó.

Se juega 1 partida con 2 colores, 32 piezas, 64 casillas:

en realidad esta partida eterna tiene un tablero infinito de incontables piezas cambiantes, no hay negro ni tampoco blanco, sino un extenso espectro de grises.

La humanidad jugando bajo la mirada de los astros...
contra un espejo.

viernes, 11 de octubre de 2013

Oír el silencio


El surrealismo, en su voluntad de liberar el poder de creación humano, hacía uso de la escritura automática. Consiste en coger un lápiz y escribir a un ritmo constante lo primero que se te pase por la cabeza, sin pararte a reflexionar, cualquier cosa es válida.
Intentarlo es muy divertido, el resultado puede ser bastante chocante.
Aquí pongo un ejemplo:


Oír el silencio atrapado en el dulce olor cristalino del pensamiento nocturno, aleteo sutil del recuerdo danzando con el anhelo, oscuro el claro del bosque de la mente, laberíntico camino el del corazón, retazos de lágrimas olvidadas en los ecos de las montañas sumisas ante el grisáceo tiempo, invisible la cordura así como intangible la sensatez, dejando en su lugar fragmentos irisados de locura locuaz y rápido pensamiento, difícil el habla, imposible el control, estrellas guías del alma dormida fruto del sueño eterno, silencioso sonido al oído cansado de ver las olas pasar.

lunes, 7 de octubre de 2013

¿Urgente o importante?


Como siempre, lo urgente no deja tiempo a lo importante. (Mafalda)

Entre tantas prisas la gente se olvida de lo importante. Todo es correr, arriba y abajo.
Relojes por todas partes, digitales, de pulsera, de pared, modernos y antiguos, con engranajes o con pilas, de metal o de madera, de colores chillones, con alarmas...
El paso constante, monótono de cada hora, cada minuto, cada segundo, el incansable tic-tac... Ha entrado en nuestras vidas, marcándolas.
Nos limita, nos mete prisa o nos desespera.
La era del tiempo, en la que todos vivimos pendientes de un reloj.
Hablamos de no perder el tiempo, decimos que el tiempo es oro, pero nadie parece apreciar realmente el tiempo que tiene.
Tenemos que ahorrar tiempo, está mal malgastarlo, pero, ¿qué hacemos con esos minutos que hemos ahorrado al subir por el ascensor en vez de usar las escaleras? Lo usamos para rebuscar las llaves de casa, que se caen y nos tenemos que agachar para recogerlas, con lo cual el bolso se acaba de abrir y su contenido se vacía en el rellano, haciéndonos maldecir al fabricante y al vendedor que hábilmente nos engañó, diciendo que era una ganga, a mitad de precio un artículo único. Consumismo, del que hablaré en otro momento. Volvamos a esos preciosos minutos que el ascensor nos ha ahorrado. Acabamos de perderlos y, de regalo, unos cuantos más porque la puerta estaba reinchada por el calor y no quería abrirse.
Hemos “perdido” más tiempo del que habíamos ganado. ¿Estamos entonces en números rojos? No lo parece. Los segundos siguen viniendo y no parece que nadie vaya a venir a reclamar los que hemos usado indebidamente. Pero no sólo hemos perdido, también hemos ganado. Hemos ganado un cabreo y la mala leche para las siguientes horas porque, aunque fuera sin querer, hemos PERDIDO y MALGASTADO unos preciosos minutillos.
Comparamos el tiempo con perder el último tren de vuelta a casa y que no volverá a pasar hasta el lunes siguiente, o con malgastar el agua tan preciada y escasa.
Mi pregunta: ¿por qué?
¿POR QUÉ esa manía con las prisas, con medir y dividir el día, la semana, el año, NUESTRAS VIDAS?
Es sencillo: somos mortales. Eso significa que no somos inmortales (lógicamente), significa que un día nuestro tiempo acabará, expirará.
Nos han inculcado el valor del buen uso del tiempo porque no tenemos todo el tiempo que quisiéramos. Y cada segundo estamos un segundo más cerca de morir.
La clave, tal y como yo lo veo, es aprovechar nuestro tiempo y con eso quiero decir disfrutar de él.
Lo importante es vivir una vida de la que nos sintamos orgullosos cuando nos miremos al espejo.
No es un concurso a ver quién hace más cosas con su tiempo.
No es pensar en aquello que te pierdes, porque siempre hay otra opción que no has escogido y que habrás “perdido”.
No es estresarse por la inexorabilidad del tiempo.
Es dejar lo urgente atrás y dar prioridad a lo importante.

sábado, 5 de octubre de 2013

Había una vez...


Había una vez un sueño.
Con el paso de los años el sueño fue leyendo y mirando las estrellas y leyendo y mirando el mar y leyendo y... por fin decidió coger un lápiz y deslizarlo por el papel, dejando que brotaran las letras, que formaban frases.
La mayoría eran simples, superficiales.
El sueño nunca se cansó y siguió leyendo y escribiendo y tachando y borrando y volviendo a escribir y a leer.
(Todavía tacho y borro porque escribir es plasmar ideas y sensaciones y éstas están en constante cambio, crezco y aprendo sobre la marcha y, sí, de vez en cuando tengo que reescribir aquello que en un principio me parecía una “obra maestra”.)
Y un día, ese sueño, que había engordado de tanto comer libros, decidió gastar menos papel y lápiz (o tinta del bolígrafo) y más electricidad y empezó un blog.